21 de abril de 2019

Lugar, hora, clima y luz.

Aquí que salga el sol es un sinónimo de un buen día. Nosotros nunca hablamos del clima, sólo tal vez, quejándonos de que hace tanto calor. Ahora estoy aprendiendo a hablar del clima. A salir porque salió el sol. A irme por el lado del sol y no por el de la sombra. A sentir los rayos en la cara más tiempo de lo normal. A disfrutar en demasía en silencio los días nublados, porque al fin son mis favoritos todavía. Así que tengo más que disfrutar.

Este lugar, lleno de rocas con los sedimentos visibles, en donde se camina en una tierra de consistencia y contenido diferente, el pasto es otro y los animales todos distintos. Hasta los insectos. Ayer vi una catarina gigante y me hizo sentir como cuando era chiquita. Muchas cosas aquí son gigantes. Muchas cosas me subrayan lo chiquita que sigo siendo aquí. Será el pasado vikingo, la cercanía al polo norte. A veces no me alcanzo a ver en los espejos.

Tal vez hay un intercambio de tamaño con tiempo.

Cada día cambia, y el tiempo se vuelve una paradoja. Pasa pronto, nunca lento, los días deben durar un poco menos, porque estamos en la parte chiquita del planeta, así que la vuelta al sol nos queda corta. El sol da vueltas en círculos y las sombras son distintas cada mañana. La intensidad cambia, es un poco menos intensa pero los rayos sí calientan, aunque sea poquito.

Insisto en escribir sobre la luz y la felicidad que eso me provoca. La luz es hermosa.

La mitad del año no sale el sol. Y esto hace que la gente se mate, o viva hablando del clima. Llevo más de un año estudiando la luz de este lugar, y mi conclusión es la misma. Sólo que de diciembre a febrero he estado poco, pero algo, y cuando el día dura tan pocas horas y cuando hay "sol", el iris está muy cerrado y la intensidad de la luz no existe. Es como si fuera una noche de todo el día, aún con sol. Pero igual me gusta esa oscuridad del día, en estos días fríos y con nieve, que jamás tuve más que en la imaginación y en los libros de la escuela, donde nos pintaron siempre un mundo de fantasía con nieve, con chimeneas, con otoños. Y esa fantasía es real aquí, la vida diaria. Para mi, apenas se volvió realidad.


7 de marzo de 2019

Muerte lenta

Mi papá está muriendo lentamente. Lleva algunos años empeorando poquito a poquito, casi imperceptiblemente. Siempre fue un hombre muy inteligente, introvertido y callado. Muy lento al hablar pero creo que porque pensaba muy bien sus palabras. Por eso ahora no se nota mucho que no tiene idea de lo que está hablando, porque sigue con esa misma cadencia al hablar, y cuesta mucho entender y seguir el hilo de lo que dice, pero eso es porque ni siquiera él sabe para donde van sus palabras, pega cuatro o cinco pero ni una idea con otra. Se volvió más amable. Ríe mucho más. Baila mucho más. Baila. Disfruta la música como loco. Él me enseñó a apreciar la música clásica y me contaba historias de los compositores y de la música misma. Y ahora lo veo que se sienta a disfrutar tanto. Creo que tenía miedo de quedarse sin hacer nada y cuando se jubiló estudió una maestría. Y creo que tenía aún más miedo de perder la memoria, y hacía tantos ejercicios, y compraba libros y jugaba con las palabras, y comía nueces y tomaba sukrol diario. Mi papá ya no existe. Existe una versión de él, vivo y en esencia, pero ahora  ya no se le puede preguntar nada que pueda responder fidedignamente, fuera de cómo está hoy, ahora, en este momento. Y me gusta la nueva versión del señor buena onda y que gracias a los síntomas es tremendamente chistoso, y se pone la pijama encima de la ropa y los zapatos al revés y duerme con zapatos. Pierde el dinero que mi mamá le da porque si no trae dinero se pone muy nervioso, por lo que ya le da sólo poquito. Todo esto le rompe las pelotas a la paciencia de mi mamá, pero aún así, ella sigue ahí. Extrañando silenciosamente a mi papá, al que todos conocimos, con el que ella vivió tantos años y tantas cosas. Le enoja que ya no esté ese señor. Pero es parte del largo duelo que estamos viviendo. Ella mucho más de cerca.

Cuando me iba de viaje, o me regresaba a mi casa (en otra ciudad), mi papá siempre sacaba uno o dos billetes de doscientos o quinientos y me los daba en la mano, así sin decir nada. De esa manera me decía que me quería mucho sin tener que decirlo. La última vez que lo vi fue en el aeropuerto, a punto de irme a vivir a un país muy lejano, sin saber cuando lo voy a volver a ver, ni cómo va a continuar su mente, si se acordará de mi o ya no, si seguirá casi igual, sin poder evitar pensar en lo que no quiero pensar. Abracé a mi mamá, mucho, muchísimo y le dije que la quería mucho. Ella también, y que nos vamos a extrañar. Él, en medio de toda esta aventura diaria de entender el mundo, él se dio cuenta de algo, de que me iba y que me iba mucho tiempo. No podía evitar despedirme de ellos sin detener las lágrimas, y ellos tampoco pudieron detener las suyas. Lo abracé, le dije que lo quiero, con palabras y con la mirada, porque eso sí lo entiende y lo siente como es.  Sacó los 50 pesos que traía y me los dio en la mano, me la cerró con fuerza, así sin decir nada.