7 de marzo de 2019

Muerte lenta

Mi papá está muriendo lentamente. Lleva algunos años empeorando poquito a poquito, casi imperceptiblemente. Siempre fue un hombre muy inteligente, introvertido y callado. Muy lento al hablar pero creo que porque pensaba muy bien sus palabras. Por eso ahora no se nota mucho que no tiene idea de lo que está hablando, porque sigue con esa misma cadencia al hablar, y cuesta mucho entender y seguir el hilo de lo que dice, pero eso es porque ni siquiera él sabe para donde van sus palabras, pega cuatro o cinco pero ni una idea con otra. Se volvió más amable. Ríe mucho más. Baila mucho más. Baila. Disfruta la música como loco. Él me enseñó a apreciar la música clásica y me contaba historias de los compositores y de la música misma. Y ahora lo veo que se sienta a disfrutar tanto. Creo que tenía miedo de quedarse sin hacer nada y cuando se jubiló estudió una maestría. Y creo que tenía aún más miedo de perder la memoria, y hacía tantos ejercicios, y compraba libros y jugaba con las palabras, y comía nueces y tomaba sukrol diario. Mi papá ya no existe. Existe una versión de él, vivo y en esencia, pero ahora  ya no se le puede preguntar nada que pueda responder fidedignamente, fuera de cómo está hoy, ahora, en este momento. Y me gusta la nueva versión del señor buena onda y que gracias a los síntomas es tremendamente chistoso, y se pone la pijama encima de la ropa y los zapatos al revés y duerme con zapatos. Pierde el dinero que mi mamá le da porque si no trae dinero se pone muy nervioso, por lo que ya le da sólo poquito. Todo esto le rompe las pelotas a la paciencia de mi mamá, pero aún así, ella sigue ahí. Extrañando silenciosamente a mi papá, al que todos conocimos, con el que ella vivió tantos años y tantas cosas. Le enoja que ya no esté ese señor. Pero es parte del largo duelo que estamos viviendo. Ella mucho más de cerca.

Cuando me iba de viaje, o me regresaba a mi casa (en otra ciudad), mi papá siempre sacaba uno o dos billetes de doscientos o quinientos y me los daba en la mano, así sin decir nada. De esa manera me decía que me quería mucho sin tener que decirlo. La última vez que lo vi fue en el aeropuerto, a punto de irme a vivir a un país muy lejano, sin saber cuando lo voy a volver a ver, ni cómo va a continuar su mente, si se acordará de mi o ya no, si seguirá casi igual, sin poder evitar pensar en lo que no quiero pensar. Abracé a mi mamá, mucho, muchísimo y le dije que la quería mucho. Ella también, y que nos vamos a extrañar. Él, en medio de toda esta aventura diaria de entender el mundo, él se dio cuenta de algo, de que me iba y que me iba mucho tiempo. No podía evitar despedirme de ellos sin detener las lágrimas, y ellos tampoco pudieron detener las suyas. Lo abracé, le dije que lo quiero, con palabras y con la mirada, porque eso sí lo entiende y lo siente como es.  Sacó los 50 pesos que traía y me los dio en la mano, me la cerró con fuerza, así sin decir nada.