14 de octubre de 2021

Hojas secas.

Las mañanas se enfrían y el paisaje se seca. Una vez más me pongo ese abrigo que dejé en abril, cuando empezó la temporada de huracanes en mi corazón. Tengo cosas bellas en mi vida, y quisiera disfrutarlas mucho más. Lo hago por tiempos, por capítulos. Me fuerzo a respirar profundo, a estar bien. Aún sigo en duelo, aún me siento incompleta. Algo se perdió para siempre en mi y no sé cómo voy a volver o si ya es este pedazo de humano quien quedó para siempre. No lo sé ni sé si lo sabré. No sé si aquí empieza una bajada hacia la nada o apenas empieza una subida. No sé cuánto tengo que esperar, ni cómo me puedo recuperar, o cambiar, o volver. A veces pienso cuánto tiempo me queda bien, o mal, y cómo será morir. No sé si eso arreglaría algo, ni si me daré cuenta del momento en que muero o solo es un corte directo hacia la nada. Por lo pronto es imposible pensar con certeza. Solo importa lo que pasa en el presente. Ni el pasado ni las consecuencias importan. Así que miro a la ventana y disfruto a los seres que me calientan el corazón ahora, y espero que hoy, al menos hoy, no vuelva a empeorar mi realidad.

2 de agosto de 2021

El viento que no se lleva las tristezas.

 El viento sopla fuerte, abro la ventana y me vuelvo a dormir. Las mejores siestas son las extensiones de sueño por la mañana. Tengo sueños ordenados. Me despierta un golpeteo extraño en el vidrio de la ventana. No sé si es algún humano y abro los ojos tamaño japonés para ver que el que toca la ventana es un pajarito con su pico. Un mini espectáculo hermoso. El viento sigue soplando, no sé si para el mismo lado o cambia, pero se escucha. La temperatura es perfecta. Pienso en ese documental del afterlife, pienso en las casualidades, pienso en como se apagaron las luces de la calle el día que se murió. Pienso invariablemente en el amor de mi vida, que es un perro, que se me fue y que es la causa de un duelo que cargo conmigo como un equipaje de por vida, que supongo se aligera por momentos y en grandes cantidades de minutos y horas y días y meses y años. Nadie sabe cuánto dura eso. Nadie sabe cuánto nos quisimos ni que pasamos casi todas las horas de unos años juntos. Extraño tenerlo sentado o acostado junto a mi todo el tiempo. El silencio es tan profundo ahora. El sonido del viento es cruel. Quiero llenar mi cabeza de todos los momentos que puedo disfrutar sola. Y disfruto la soledad, pero me doy cuenta cuánto me acompañó él. 

Desayuné fruta afuera, es el primer día de agosto y estoy sola. Veo la sombra de mi pelo volando mientras exprimo el melón con los dientes. Las plantas se mueven, las flores colgantes rotan. Nació un girasol. Se cayeron los pétalos de unas margaritas. Pienso y escribo sobre la muerte, sobre lo frágil que es nuestro cuerpo y cómo se puede descomponer en un instante y morir. Cada vez le tengo menos miedo a morir, aún cuando se me presentan estas posibilidades de que no todo termina ahí. Eso sí que me asusta más. Apenas entiendo porqué surge esa necesidad de que eso exista, de no dejar de existir jamás, de volver a nacer o de encontrarte con lo que te dolió perder cuando mueras, si cuando mueres pierdes todo y todos te pierden a ti. Pero la duda genuina es a dónde se va la energía, la esencia del ser, etc. Y es tan extraño que desaparezca alguien de su cuerpo, que claro, se transforma en vacío, en sofocación, en búsqueda, en negación para los que aún habitamos un cuerpo. A menos de un metro de mi están unas pastillas para dormir que no me tomo porque mi cuerpo solo quiere dormir naturalmente. Mi temperatura corporal es perfecta para un ser vivo. Los rayos de sol se cuelan por el árbol y por la ventana y llegan a mis ojos, a mi cuerpo, bailando a un ritmo silente, acompañados por el cruel crujir del viento.  Aunque quisiera no despertar, se levanta el viento y la vieja, absurda ilusión de necesidad de levantarse a hacer algo productivo, que me mueve hacia donde honestamente ni quiero, pero voy.

12 de abril de 2021

Mi más grande amor.

Siempre quise y creí que nos moriríamos el mismo día. Antier se murió él y yo no, pero evidentemente, con él se fue una gran parte de mi ser. Ya no voy a ser la misma jamás. No sin él, no. Él llenaba mi corazón, mis minutos, mis días, mis años. Disfruté cada segundo que pude abrazarlo, que nos mirábamos a los ojos, que caminábamos juntos en silencio, que nos comunicábamos sin palabras. Cada vez que me siguió al baño, a la cocina, a comer, a trabajar. Esas veces que trabajó conmigo en mis piernas. Su olor, su ritmo al beber agua, al caminar, al respirar, al roncar, sus besos de siempre, o cuando me limpiaba las lágrimas, su mirada tan especial. Me propuse a darle todos los besos del mundo, tantos como pude hasta el último segundo de su vida. Me dio tantos besos él también y al final limpió mis lágrimas hasta que pudo. 10 minutos del más inmenso amor. Le canté, le hablé, le aullé y lo besé y abracé. Sentí su amor infinito, sentí su agradecimiento porque se bajaba su dolor y tal vez creyó que eran mis besos lo que lo sanaba, y tal vez por la bolsa entera de premios que se comió justo antes, que jamás había comido tantos, y ese día no había desayunado.

Una hermosa mañana de abril a las 12:48 su corazoncito enorme dejó de latir, y el mío se rompió en mil pedazos, después de haber dormido en mis brazos y fauces afuera, en un silloncito, en el sol, donde le gustaba mucho tirarse. Sin estrés y en mis brazos. Con él se fue todo mi entendimiento del mundo tal y como es, de su ausencia, del tremendo silencio que cohabita conmigo hoy. Me lo amputaron. Me incompleté. Me destruí. No puedo entender nada de la vida, del aire, de los pájaros. Se me cayó el mundo. No concibo nada de esto. Duele cada poro de mi cuerpo. 14 años del más puro infinito amor especial. Hay un dolor que me consume como un fuego endemoniado que se esparce con vientos indomables en mi interior. Crece. Pasa el tiempo y el fuego se expande y me quema toda por dentro. Su ausencia es del tamaño de todo. Es imposible creerlo, aún cuando se tiene un cerebro que registra los hechos inevitables. No tengo la menor idea de qué voy a hacer ahora. Por más que llamo a mis amigos, que abrazo a mi bato, que me hace reiki y me da tanto amor, no logro acomodar nada. Siento su amor, pero no llena el vacío inmenso que siento. Y siento el amor de Satanás, de mi hermoso y belleza máxima del universo, y me punza dolorosamente el no poder sentirlo o verlo o escucharlo.

Todas las historias de arcoíris, de estrellas que me cuidan ahora, de la otra vida que tendrá no me sirven de nada. No está. Y esa es la realidad. Aquí, ahora no está. Ya no. Y estuvo tanto tiempo tan cerca. Y gracias a la pandemia pasamos un año en casa 24 / 7 los tres. Nos volvimos una manada envidiable de perros pensionados. Y atrás, lejos en los años, cuando él era un cachorro enfermo, alerta, deprimido, flaco y callejero, y nos miramos a los ojos, no me imaginaba lo mucho que íbamos a construir, lo intenso que íbamos a vivir, la magnitud de su personalidad, de nuestro amor. Nos cambiamos de casas, de ciudades, de país y continente. Viajamos mucho en todos los transportes posibles. Conoció países, ciudades, continentes. Nunca voy a terminar de contar todas las historias que vivimos, como nos salvamos mutuamente constantemente, siempre. Me cuidó todo este tiempo, me protegió de todos. Ahora me siento desprotegida, vacía, quiero creer que algún día me reencontraré con él, aunque me cuesta. 

Lo amo. Lo amaré siempre. Lo extraño y jamás encontraré a nadie como él, con esa energía y esa mirada tan intensa, tan honesta, en la que me refugié tantas veces, en la que logré entender y descifrar nuestro lenguaje especial, solo nuestro y de nadie más, como lo fueron todos los días que estuvimos juntos por tantos años. Se me cae el mundo sin él, sin mi amor, sin mi hermoso, amado, belleza máxima Satanás.


17-marzo-2007 - 10-abril-2021




5 de abril de 2021

Tonelada fantasma.

Me anestesiaron el brazo metiéndome unas agujas a los nervios para apagarlos un lunes a las 8 de la mañana en un quirófano con ventanas al exterior donde se veían las copas de los árboles sin hojas, un reloj de una iglesia y algunos pajaritos volando. Lo último que dolieron fueron esos piquetes y ni cuenta me di a qué hora se estiró mi brazo ni cómo abrieron mi piel.

Mi cerebro cachó algo de la anestesia también y amaneció otra vez en mi cuarto de hospital, conectada a antibióticos y suero. Me baja la presión y oxígeno. Recuerdo que fue mi dedo el protagonista de todo esto.

Siento que mi brazo está arriba no lo veo, veo un brazo que sale de mi abajo, colgando, muerto. Una prótesis humana. Lo toco y no es mío. No se mueve, no vive. Toco esos dedos ajenos, calentitos, hinchados, suaves. Así que así se siente mi piel. Trato de cargarlo para moverlo de posición y pesa una tonelada. Pero mi brazo fantasma está en otra posición y tengo comezón. Rasco el brazo cadáver y no sirve de nada. El espejo está demasiado lejos para probar si funciona.

Pienso inevitablemente en mi futuro cadáver. Alguien va a tocar mi cadáver. Alguien va a cargar mis toneladas enteras, a tocar mi piel, a sentir la falta de movimiento, de vida. Seguro serán desconocidos que si hoy me ven, no me tocan porque vivo. Me tocarán sin saber que ya he pensado y descrito ese momento. Muchas veces en mi vida. Desde que me rayaba el cuerpo con plumones saludando a los señores del SEMEFO. Me tocarán sin saber la fascinación que siento hacia el cuerpo, sin saber que les quiero preguntar sobre cómo quedé, sin censura, si me sacaron órganos, si quedé deshecha, si fue muerte natural, si me suicidé. Si la mueca en mi cara es feliz o asustada o triste. 

Pero regreso a la realidad y sigo viva en el hospital. No sé cuánto falta para que alguien prepare mi cuerpo. Para saber si se queda por unos instantes ese fantasma sin peso, sin existencia de uno mismo. De todo el ser, sin ser. Y cómo se siente no sentir, que todo se acaba. Intento mover los dedos y por fin siento cosquillas y desaparece ese brazo imaginario y la pesadez. Lo cadavérico. Y entonces se siente poco a poco como se forma en cámara lenta la futura cicatriz de mi primera cirugía de mi vida.