22 de diciembre de 2011

Último tren.

Cada diciembre se multiplica el nivel de alcohol, crimen, objetos inútiles y narices rojas. Como si pagaran por hacer, consumir, robar y comprar. Inútil también es preguntarse para qué. La cosa es que la cautela también aumenta y si se te hace poquito tarde despidiéndote de una conversación medianamente interesante, te toca subir al último tren que te lleva a casa y ni modo. Eso me acaba de suceder y me encontré con varias peculiaridades a dos días de los millones de bacalaos y pavos muertos, rellenos, servidos. Un hombre iba borrachísimo y vomitó la entrada. Un doctor se sentó junto a el sin darse cuenta. Y apenas la primera de diez estaciones. Cada vez aumentaba la gente y el olor hasta que se subió un enano refunfuñón y se paró adelante de mí y sacó de su mochila un perfume barato y se echó y les echó a los que estaban a su alrededor en los cinturones, botones de las camisas. Y claro, el olor mezclado, evaporado, justo a mi naríz. Me pregunté como no hay multas por producir olores que pueden provocar náuseas. Después suben personas sudando alcohol, todos patinando en el vómito, una señora vestida de Santa Claus, un policía, un adolescente borracho que atrapaba su mano en la puerta y yo cada vez más abrigada en gente, tocando nalgas, leyendo libros de cabeza, rodeando cinturas, respirando pelo, escuchando toses, otra fragancia fuerte, dulce, barata y no vamos ni a la mitad. Sólo pienso en salir corriendo de ahí, pero es el último tren y nadie se baja, al contrario se siguen subiendo. Y el hombre vomitado dormido, pegándose. Y todos sobándonos, oliendo. Y el conductor frenando, moviéndonos. Como seguro se sentirá estar en una olla de pozole hirviendo.

Finalmente salí y la gente se revolvió toda y me continuaron una conversación rarísima. No corrí como quería, nadie me siguió, y quizá ni era ese el último tren.

No hay comentarios:

Publicar un comentario