11 de enero de 2010

Un centímetro de más, un segundo de menos.

Un convertible lleno de hombres se pasó el alto y venía directo a la trompa del auto donde veníamos.  Vimos los trompos, como girábamos mientras salían las bolsas de aire, la sangre embarrada y una fractura expuesta. Yo intentando preguntarles a los demás si están bien, o algo medianamente coherente, humano.  Vi mi celular y pensaba a quién llamar primero, cual de nosotros está peor, cual celular está más cerca, no sé. No ví a los hombres del convertible porque supongo que se regaron por el pavimento. Algunos chismosos pero nadie ayudaba. Vi la ambulancia llegar, el seguro, la policía. De pronto abro los ojos en el hospital y me ví con miedo, con suero, sin pierna y sin que nadie me dijera nada ni de mi ni de nadie. No. Nada de esto sucedió. Sólo en mi cabeza. Ese nanosegundo cuando todo es incierto, alcanzas a ver todo esto. Oportunamente (y hasta medio aburrido para el relato) nuestro auto frenó y el convertible dió el volantazo y se fue a los cuatro carriles del sentido contrario, donde tampoco  venía ni un auto y nadie chocó y a nadie le pasó nada. Me dió tiempo de llegar a platicar por skype, de poner la cámara, de lavarme los dientes, de platicarle mi sueño a alguien, de asomarme a ver el árbol de aquí afuera, de que alguien me dijera cosas bonitas, de escuchar un eructo, de reírme, de vivir otros días sin secuelas.

>> Y también de escuchar un poco más de Merzbow.




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